
Abdullah acompaña al hermano Ignacio todas las noches para hacer oración y ejercicios espirituales. Se conocieron en las misiones del barrio, donde Ignacio evangeliza a los jóvenes desde su condición de hermano jesuita que bien le ha valido una posición de liderazgo en la comunidad, con apenas treinta y dos años. Abdullah tiene dieciséis, estudia bachillerato en humanidades y es hijo único de musulmanes. Sus padres llegaron a Venezuela huyendo de los terribles conflictos en Afganistán, ayudados por el servicio jesuita a refugiados. Llevan siete años en Caracas, viven en Catia, dentro de un grupo de inmigrantes que los acogió generosamente y respetan sus creencias religiosas.
Abdullah e Ignacio han desarrollado una entrañable amistad desde hace tres años, cuando el jesuita lo salvó de un atraco durante las misiones de acompañamiento vocacional que impulsa la Compañía de Jesús entre jóvenes de sectores populares, y que los ha unido más allá de la solidaridad apostólica. Desde entonces, a pesar de sus diferencias religiosas, ambos han cultivado un espacio donde la escucha, la observación y el silencio, borran fronteras mentales y unen sus almas en una búsqueda de consecuencias impensadas.

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Son las 7PM. Abdullah llega puntual a su cita con Ignacio. Se abrazan, como perfecta alabanza donde celebran saberse encontrados en la periferia del despojo radical, ese donde solo bastan las miradas para entrar en lo recóndito del otro y habitarlo sin miedo.
Luego de ponerse al día, sabiendo cómo han vivido la semana, Abdullah cuenta a Ignacio un malestar que lo acompaña desde hace meses.
—A mi padre no le gusta que venga a orar contigo por las noches, tampoco nuestra amistad. Me hace la guerra desde hace tiempo, prohibiéndome venir aquí y verte. Él dice que ustedes, los cristianos, se lo permiten todo, que no tienen moral y no saben lo que es la obediencia. Es mi padre, lo amo, y sinceramente no me importan sus opiniones al respecto. Aunque no niego que estar aquí me pone tenso… y al mismo tiempo liberado”, dice Abdullah con un poco de vergüenza entre los ojos.
—Si quieres puedo hablar con tu padre y así te evitas…
—No, eso lo complicaría todo.
—Entonces, ¿en qué puedo ayudarte?
—Permitiéndome venir aquí.
—Este espacio es nuestro, lo hemos construido juntos.
—Esta experiencia me ha permitido verme de otro modo.
—Desde la mirada de Dios.
—No, desde los ojos del deseo.
Ignacio se queda en silencio, sintiendo la fuerza de esa frase, reveladora del alma de Abdullah. Y Sin más, da un giro a la conversación, proponiendo una pregunta a Abdullah.
—¿Y qué no te permites tú, Abdullah?
—No me permito ser yo mismo.
—En este momento estás siendo tú.
—No, en este momento soy una máscara.
—¿Y para qué te escondes detrás de una máscara, Abdullah?
—Para callar la voz de mi deseo.
—Déjalo que hable.
—Puede que mi deseo acabe con nuestra amistad.
—O nos una más, profundamente.
—Ustedes los sacerdotes tienen prohibido hablar de estas cosas.
—No soy sacerdote, Abdullah. Soy hermano jesuita.
—Es lo mismo.
—No, yo no celebro la eucaristía, por ejemplo. Me dedico a mis labores de profesor.
—Igualmente eres un hombre de Dios.
—Tú también lo eres.
—No, ya no quiero ser musulmán, tampoco cristiano.
—Entonces, ¿a qué vienes aquí?
—A estar contigo.

Ignacio sintió de forma quemante la afirmación de Abdullah, quien deja ver el temblor de su deseo, entre sus manos inquietas y sudorosas. Se miran, en la radical desnudez de dos hombres religiosos, en quienes el cuerpo delata una espiritualidad más allá de toda regla.
—Jamás me he confesado por tirar una piedra a un hombre que no desee ser cristiano.
Abdullah escucha desconcertado a Ignacio.
—Tampoco lo haría por corresponder a un deseo que nos una, más allá de nuestras creencias.
Abdullah se siente aceptado, tanto, que abre su alma en palabras que solo pueden venir de un Espíritu que florece en el abismo.
—Tus palabras son un aire nuevo para mí. Un aliento me anima y siento que algo nuevo está por emerger. Un mundo con otras dinámicas, otras fuerzas, marcado por un gran deseo de libertad. Un deseo que me empuja a vencer la tentación de permanecer cerrado, sin darme, sin experimentar la desnudez.
—Entonces, deja que tu cuerpo exprese su verdad y te harás libre.
Abdullah se acerca a Ignacio, en la ceremoniosa lentitud de quien camina sobre las aguas de un frágil corazón. Sus pelvis se estrechan sin dejar espacio al viento. Un sudor febril mana desde sus frentes, consagrando la tensión de sus brazos emocionados, recorriendo la espalda baja de cada uno, hacia la vulnerabilidad invicta de los poros dilatados. Y justo antes de unir sus rostros, Ignacio permite que la palabra vuelva sus labios ofrenda propiciatoria del amor sin límites.
—Cristo puede decir de ti, este es mi cuerpo.
—Allah también, agrega Abdullah.
Y se comulgaron, frente al sagrario de la capilla, en la complicidad insondable del silencio, donde no existen fronteras morales ni miedos piadosos, unidos en la única religiosidad capaz de hacerlos más dignos y auténticos; amar y ser amado.
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter
Colaborador articulista de The Wynwood Times
Columna: Apuntes desde el vértigo