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Hay tantos libros nuevos, se está publicando tanto, que la escogencia de una nueva lectura puede llegar a ser muy difícil, bien porque se lea por placer, por compromiso, por estudio o cualquier otra variante, el abanico de opciones es infinito, más aún cuando los grandes clásicos de la literatura siempre estarán un paso adelante al momento de la escogencia. En mi caso decidí leer a alguna escritora que desconociera por completo, llegar a ciegas y sin referente alguno hasta ella. Esto lo hago muy poco,  pero me provocó hacerlo. Pensando en ello llegó a mi cuenta Instagram una publicidad del libro Hamnet de la irlandesa Maggie O’Farrell. El Gran Hermano, que ahora son las redes sociales, hizo lo suyo y empecé el viaje de esta lectura, y solo cuando llegué a la mitad del libro investigué sobre la autora. Así que tuve suerte con la selección.

Hamnet cuenta la historia de una familia común y corriente de finales del siglo XVI en una Inglaterra incipiente, rural. Ahí las casas, el camino de tierra; la leña para el fuego en invierno y  el sopor del verano; el río para calmar la sed, para lavar la ropa; los animales que, en su multiplicidad de especies, sirven a los humanos, y el olor a caballo con todo lo que ello implica. Pero por encima de todo está la vida detallada de dos hermanos con una precisión de voyerista irrecuperable por parte del narrador: los gemelos Hamnet y Judith, y sobre todo, la vida de Agnes, madre de éstos y la protagonista de esta fabulosa novela.

Lo cotidiano aquí descrito cobra un valor más que rotundo, pues es desde allí, desde ese algo tan sencillo y común del día a día de esa familia, de esa mujer y de aquel contexto que brilla y destaca, lo que O’Farrell narró con una maestría indiscutible. Hamnet no es un thriller, advertencia necesaria para aquellos lectores que quieren acción o sus derivados, pero al dejarse llevar por las primeras páginas del libro queda claro que estamos asistiendo a un texto de alta factura literaria más allá de cualquier tipo de género. 

La angustia y el dolor va recorriendo las páginas, se puede intuir lo que se vendrá a continuación: el qué dirán en el pueblo porque Agnes conozca las bondades de las hierbas; el desprecio constante de su madrastra; el juntarse con “¿Ese holgazán? ¿Ese niñato imberbe, ese inútil que no tiene dónde caerse muerto?”, como le dice aquella al referirse al hombre que la dejó encinta: el Preceptor de latín; y, por supuesto, la muerte de su hijo, puntos cardinales de esta obra escrita desde una notable investigación y profunda sensibilidad. 

El texto termina siendo un drama shakesperiano, pero quien menos brilla, quien está de forma solapada a lo largo de toda la historia es precisamente Shakespeare, quien ni siquiera se menciona en ningún momento sino como el Preceptor de latín, o el marido de Agnes. Y debe ser así porque es ella, Agnes, y a través de ella, que se muestran los embates del amor, las dificultades de llevar la familia, de ser casi la curandera del pueblo, las cuitas de ser mujer y madre, y por encima de todas las cosas el inconmensurable dolor causado por la muerte de su único hijo varón: Hamnet. 

Mención aparte merece la narración de cómo las pulgas sobreviven y pasan de un país a otro, como silentes polizontes que se alimentan de cualquier ser vivo que le corra sangre por las venas: “Cuatro o cinco pulgas, una de las cuales procede del mono, se quedarán en donde estaba el gato. La del mono es lista, se empeña en sobrevivir y triunfar en el mundo. Se abrirá camino a saltos y brincos hasta la fecunda y húmeda axila del alférez, que duerme y ronca, para atracarse de nutritiva sangre de marinero aliñada de alcohol… Cuando llega a Stratford, las pulgas han puesto huevos: en las costuras de su jubón, en las crines del caballo, en las puntadas de la silla, entre las filigranas y las ondas del encaje, en los trapos que protegen las cuentas. Estos huevos son los biznietos de la pulga del mono”. En medio de todo el drama vivido, narrado, este episodio es el único en el cual la lectura se distiende un poco para luego llevarnos hasta un final más que sublime, cuando Agnes va en busca de su marido a Londres, ciudad que jamás había visitado, mientras éste estrena una obra que se eternizaría en el tiempo: Hamlet, en un corral de comedias a orillas del Támesis:  “Creía que yendo allí  a ver la obra tal vez pudiera atisbar algo del corazón de su marido, algo que le proporcionara la posibilidad de volver a él… Mientras cabalgaba hacia Londres pensaba que tal vez ahora entendería el distanciamiento de su marido, el silencio, desde la muerte del hijo.”  Pero Agnes se desencanta al principio al ver en escena aquel drama que no honraba ni de cerca a su hijo, hasta que se mete de lleno en la obra y sucede allí el milagro. 

Hamnet, como lectura, resulta totalmente fluida. No hay tropiezo, no hay alguna barra forzada que frene la comprensión de la lectura. Es como si la autora hubiera viajado en el tiempo y, desde allá, desde aquel mundo lejano para nosotros, nos contara todo con pelos y señales. Esta novela no tiene desperdicio de ningún tipo, es una lectura que se agradece profundamente.  Ideal para aquellos que están más allá de lo efímero de las modas literarias.

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