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Corría el año de 1936, una noche sombría y lluviosa en Providence, Rhode Island, cuando un empobrecido Arthor Crandle se dirige a casa de su misterioso nuevo empleador. Los tiempos difíciles le llevan a aceptar una oferta de trabajo como secretario de un escritor solitario que al principio sólo se comunica con él a través de cartas verbosas y crípticas. Al llegar a la decrépita mansión, Crandle descubre que el propietario no es otro que el mismísimo Howard Phillips Lovecraft. Cuando se acerca a la casa donde se recluye el enigmático escritor, un vecino le revela una premonitoria información. Una vez dentro, no hay rastro de su patrón. Y su ascenso inicial por la escalera principal de la vivienda se convierte en su primer encuentro con la oscura presencia que habita en el rellano.
El lector no necesita estar familiarizado con la obra de Lovecraft para deleitarse con la pausada y electrizante combustión de Las horas rotas. Esta obra de ficción de estilo gótico se basa en un sólido conocimiento de la obra de H.P. Lovecraft y del último año de su vida; a partir de esos datos, Jacqueline Baker construye su espeluznante mundo con una prosa maestra, apelmazando un momento espeluznante tras otro, intercalados aquí y allá con un alivio inquietante y efímero.
A pesar del uso de recursos familiares –una luz parpadeante en la ventana de un ático lejano, una niña espectral que deambula por un jardín iluminado por la luna–, la historia de Baker resulta fresca, en gran parte gracias a la calidad de su escritura. Conoce el poder de los detalles horripilantes (un tarro que contiene los dientes de un niño que Crandle tropieza torpemente, una lápida que se levanta en un patio en penumbra, una mano que roza tímidamente un nido de crías de rata) y desata algunos momentos maravillosamente escalofriantes a medida que Arthor se acerca a descubrir la misteriosa sombra que atormenta la mansión de Lovecraft. Pero Las horas rotas no se trata de un pastiche lovecraftiano barato. Baker se destaca por su diálogo tenso y sugerente y se deleita con las implicaciones de las mujeres ausentes (la madre y la tía de Lovecraft; la esposa y la hija del propio Arthor) y los recuerdos volubles que «como fantasmas… sólo pueden vislumbrarse desde el rabillo del ojo«.
La historia transcurre en el corto lapso de dos semanas. Todas las noches, el personaje de Crandle, nuestro protagonista y narrador, camina pesadamente hacia el catre polvoriento que fue dispuesto para él en el ático de la tenebrosa mansión, siempre aferrado a las misivas contentivas de instrucciones que el escritor dejaba a diario para él en la mesa del vestíbulo. Arthor se adapta a comunicarse con su recluso empleador a través de notas esporádicas, y comienza su trabajo transcribiendo uno de sus inquietantes relatos. Entonces, la bella Flossie hace su aparición, una joven actriz que llega para alquilar una habitación en la casa, y quien aporta un tenue rayo de luz entre tanta penumbra. Con su llegada, también se suscitan varias interrogantes: ¿dónde está su compañera de piso? De hecho, ¿dónde están todas las mujeres a las que se refiere Lovecraft, y el propio Crandle -una tía, una madre, una esposa olvidada-, un grupo de mujeres fuera de su alcance, aparentemente de vuelta a esta casa que se expande y respira, donde los muebles cambian de lugar inexplicablemente, donde misteriosas luces y figuras aparecen y desaparecen? ¿Y qué hay de la niña vestida de blanco que deambula por el jardín cercado en horas de la madrugada?
El libro está repleto de imágenes de humedad, de hinchazón, una alegre celebración de lo húmedo y su efecto estremecedor en los lectores. La lluvia, la ropa mojada y los cielos pesados y húmedos son sólo el principio. Cuando Crandle se encuentra por primera vez con la presencia en el rellano, refiere que algo en la atmósfera cambió: «No sé de qué otra forma describirlo. El ambiente oscureció, se hizo más denso. La alfombra se volvió desagradablemente espesa bajo mis zapatos, como si pisara una cosa hinchada«.
La pasividad de Crandle, al principio la respuesta inconsciente de un hombre desesperado, comienza a adquirir un tono espeluznante por sí misma: llega a casa de Lovecraft sin un céntimo, desfallecido de hambre, pero deja de lado la escasa y poco apetitosa comida que Lovecraft le proporciona. La casa carece de espejos. Cuando el narrador se ve de vez en cuando en las vitrinas de las tiendas de las calles, se da cuenta de que ha adelgazado, no se afeita y su imagen se ha vuelto irreconocible para sí mismo.
Y luego está la carta que el jefe de Crandle le ha rogado que entregue a su madre internada en el psiquiátrico de Butler; una tarea aparentemente imposible de cumplir. Los días se le van de las manos, sólo en parte gracias a las agradables distracciones de Flossie, la otra inquilina de la mansión. La misión incumplida crea ansiedad en la mente del lector incluso cuando parece escapar de la de Crandle. Y la sensación de malestar del lector con nuestro narrador solo va en aumento a medida que pasamos las páginas.
La espeluznante belleza de esta novela reside en la constante e implacable creación de atmósfera por parte de Baker, una lenta acumulación de realizaciones y nuevas interrogantes. Está saturada de una sorprendente paleta de colores: los grises góticos de las habitaciones en penumbra y los cielos pesados se compensan con momentos ocasionales de luz dorada sobre edificios distantes, luces parpadeantes que se ven a través de las ventanas en horas de la noche. Mientras que Crandle observa una paleta más ligera de púrpuras y malvas fríos en los efímeros momentos de alivio: a la luz de la mañana, y como salpicaduras de cojines y cortinas violetas que Flossie incorpora a su apartamento. Sin embargo, la misma paleta que ofrece un respiro temporal se refleja después en cielos amenazadores que no acaban de reventar en lluvia y, quizá en una de las escenas más perturbadoras de todo el libro, en un monstruoso tentáculo magullado que Flossie y Crandle descubren en la orilla de la playa.
Al principio, Crandle piensa: «A veces me pregunto qué habita en nosotros. Me pregunto qué nos llama, a qué le damos permiso de entrar«. Es un sentimiento que el lector va captando poco a poco, un retroceso lento y sigiloso que conduce inexorablemente a un final inesperado.
En la primavera de 1936, Howard Phillips Lovecraft sufría los embates de un cáncer terminal que acabaría con su vida escasos meses después. Su tía, quien vivía con él, se recuperaba de una mastectomía en un hospital cercano en ese entonces, por lo que permaneció recluido y a solas con su terrible condición. Durante esas semanas, convencido de que sufría de una simple gripe, la desesperación le ganó por verse impedido financiera y profesionalmente. Por enésima vez en sus cortos años, estaba sumido en una severa crisis nerviosa. Baker se hace de la oscuridad que prevalecía durante los últimos años de vida del escritor, a través de un minucioso trabajo de archivo y estudio de las cartas e historias escritas por Lovecraft.

JACQUELINE BAKER es la autora de la colección de cuentos A Hard Witching and Other Stories, ganadora del premio Danuta Gleed Literary Award, y su primera novela lleva por título The Horseman’s Graves. Jaqueline vive en Edmonton, Alberta, Canadá.
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Postgrado en Literatura Latinoamericana. Traductora y lectora voraz.
Columnista en The Wynwood Times:
Lecturas en la oscuridad