Son las tres de la tarde, tomo mi bolso y dispongo mi cuerpo para la travesía: abordar un metro de Caracas que, más que transporte público, hoy es la cruel metáfora de un país derrumbado. Así camino desde los pasillos del colegio donde imparto clases de educación emocional, sintiéndome como un hombre sin país o con un país desdibujado en los enigmáticos territorios de la memoria. Antes de salir, dejando atrás salones y deberes, un desconcertante grito me llama. Olfateando desde mi oído, me devuelvo al tercer piso del edificio y me encuentro con Leslie, una joven de tercer año de bachillerato, que hace tres meses vivió la traumática experiencia de perder a su madre, asesinada por su padre, en uno de los tantos casos impunes de violencia de género. 

Lesli está en el suelo, observando un círculo sin terminar que ha dibujado con un marcador acrílico color negro. Luce delirante, presa de un dolor perverso, ante su panorama de joven huérfana de madre e hija única y el sin número de traumas de una familia donde la violencia tuvo la última palabra. Desde la puerta del salón 303, la observo y me lanzo al vértigo conciente de hacerle una pregunta, tratando de buscar una vía para acompañarla en su dolor. 

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–¿Por qué no cierras el círculo que dibujaste en el suelo?

–No puedo.

–¿Qué te lo impide?

Un largo silencio se interpone entre nosotros y aprovecho la oportunidad para entrar al salón y sentarme cerca del círculo.

–Si cierro el círculo mato a mi padre. Es lo que me falta para hacerle justicia a mamá.

–¿Qué estás matando en él?

–Su violencia.

–¿Y en ti?

–Nada, en mi nada.

–¿Te das cuenta de tu propia violencia?

–¡Sí!

–¿A quién está matando?

–A mí.

–¿Qué se siente ser violenta?

–Tal vez lo mismo que sentía mamá cuando mi padre la agredía. 

–Describe ese sentir.

–Dolor, impotencia, desesperación… ¡Rabia! Una rabia descomunal que me sobrepasa, como un dragón incinerando todo a su paso.

–Sé ese dragón. 

Lesli se transforma en la garganta del dragón que desde su rabia convoca y fue habitando el salón con gritos, queriendo incinerar algo más allá de las paredes: la impotencia, el no haber podido hacer nada ante el asesinato de su madre. Luego de gritar hasta lo indecible, se entregó al caudal de un llanto insondable; las aguas donde se ahoga su vida, sus sueños, la esperanza de un mundo no violento. Pasados algunos minutos, Leslie se incorporó, sentándose en el suelo, observando detalladamente el círculo que sus propias manos habían dibujado. Tomó el marcador y lo cerró, lentamente, como quien traza una frágil línea sobre un corazón moribundo, para separar su carne y ver adentro, más adentro de lo común, dejando claro que no hacía falta preguntar ni decir nada más. 

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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter

Colaborador articulista de The Wynwood Times

Columna: Apuntes desde el vértigo

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