Lucha del cuerpo

Sobrellevado, volado en su delirio, el cuerpo se prepara para escribir. Está parado frente a la mesa de trabajo, sin creer en la visión. Sabe de primera mano, conoce la entrega del futuro que se acerca, toma la posición y la silla, la arrima hacia atrás para el espacio, se sienta, entonces se deslava, como si se desarmara en la emoción y en el miedo del porvenir que conoce, del reloj posicionado para sentarse todos los días, sin falta, para crear algo que nadie jamás en la historia de lo humano ha pensado como él.

Es el cuerpo. Compendio de órganos vitales. Choque de emociones como golpeteos químicos. El único. El imparable conocedor de todas las cosas. De nariz, de oxígeno, de boca que ha soñado, de ojos que han visto sueños, de laberintos acústicos, tacto inmarcesible. Cuerpo, gracias, de dos brazos y dos piernas; una cabeza encima, a veces, cuando ha dejado de llover y el sol sale en su total aparición. Cuerpo sentado, en posición de lucha, con los antebrazos paralelos y la mirada frente al blanco, cuerpo que tiene adentro el trueno de los dedos y que los truena para prepararse, y vienen los relámpagos e ideas que le asedian, que le devuelven a un estado de embriaguez, de perfecta lujuria.

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Para el cuerpo la escritura es una guerra voluntaria, una lucha eterna. Sin los apéndices, sin la respiración, no sería posible el acto escritural. Por eso el cuerpo resplandece cuando crea porque no hay mayor placer que tomar por un segundo la ilusión del creador. Ahora se anima, se rasca la frente con las uñas largas, descuidadas. Piensa. Deja de pensar. Y suspira. Y no sabe qué decir ni por qué, a la misma hora, se sienta, todos los días, sin falta. Piensa. Y se dice el cuerpo a sí mismo, en un idioma vedado para la mente humana: es tan difícil, es todo tan difícil.

Es difícil, no hay duda, el reto que el cuerpo se ha colocado sobre los hombros. Pesa el tamaño, pesa la forma. Pesa porque puede ser una sola frase (en extremo difícil de lograr) o un libro (inclinación a la locura); la obra es un ardor imposible. Por eso duda si seguir, si colocar la primera letra (que simboliza el infinito), duda si hay redención posible en este trago largo, o en esta coincidencia que le ha regalado o condenado la eternidad profunda que significa una palabra tras otra.

Desiste el cuerpo. Se levanta. Recorre laberintos, callejones de ciudades portuarias donde los amores son turbonadas y catástrofes, busca qué palabra debe ser la primera, cuál de todas las posibles, y sin parar el recorrido, se embarca en un ballenero blanco que sale de Nantucket para encontrar alguna respuesta, pero halla la tentación de poseer la verdad y la nada. Al llegar a la orilla se entrega a la fiera noche de la selva antes que deba jugar su corazón al azar. Y en esos recorridos, en esos caminos sin somnolencia, el cuerpo, activo resumen de los órganos, ha vivido, ha conocido, ha amado, sintió la gran tristeza y rezó y encontró que nadie puede salvar su nombre, así como su responsabilidad con el texto es solo suya y no hay manera de transferirla a otro ser menos delirante.

Con cicatrices armadas vuelve el cuerpo a la mesa de trabajo. Respira hondo y suficiente. Los pulmones se aquietan, la sangre fluye calmada, de río con definiciones de orillas, allá donde no hay sino un hogar y sustento, tranquilidad y felicidad que arde en los últimos troncos encendidos de un sueño que no sabe ni entiende las razones del cuerpo.

Pueden ser las tres de la mañana. El viaje ha sido largo. También pueden ser las dos de la tarde. La comida ayuda a la distensión de las ideas. El cuerpo tiene los antebrazos paralelos sobre las tantas, tantas letras. Hay una historia que resuena. Un transeúnte toca a la puerta de su casa. El cuerpo se queda, se apoya del respaldar de la silla. Ignora la realidad, lo real. Nadie me quitará lo que puedo amar hoy, se dice el cuerpo, en un lenguaje inentendible para los hombres. Nadie. Pasa una hora, dos, comienza el amanecer, anochece. El cuerpo sigue ahí, buscando la primera palabra. Se levanta, da una vuelta por la habitación y suspira. Desconoce las leyes del lenguaje, sus turbulencias. Y sin escribir una sola palabra ya ha sido consumido por su poder hasta que solo queda el silencio.

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