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I
Siete de la mañana. Miguel espera el transporte que lo llevará a la escuela. Luce con el ánimo de estos años difíciles: un cansancio tenaz que ningún niño debería vivir y que se impone con fuerza beligerante. Ahí está Miguel, en el primer día de la vuelta a clases, con el obligatorio tapabocas que lo protege del Covid, no así sus sueños, esa palabra fallida en la vida de millones en Venezuela. Miguel, ¿quería volver a clase? ¿Ver a sus amigos? ¿Seguir estudiando? No lo sabemos, lo real es la soledad de la calle, las puertas y ventanas cerradas, sin nadie que asome su rostro con esperanza. No se escucha ni el dial de la radio dibujando el mapa de noticias donde se contraen las vísceras, mientras se sorbe el café y el último hilo de fe. Y ahí está Miguel, respirando los últimos treinta segundos de su existencia, arrebatada por una bala perdida que da en su cuello, lo tumba matándolo, engrosando la estadística del futuro que no será. Miguel, diez años y una vida enterrada en el jamás.
II
Diez de la mañana. Alicia se columpia en el parque de su cuadra. ¿Pediría permiso a sus padres para ir a jugar? Qué importa. Alicia disfruta el desenfado más radical de la vida: la infancia, mientras sube y baja de los altos aires del gozo, como si un dios la arrojara en su vertiginoso juego, para rozar los bordes de lo eterno y volver a la tierra. Pero ese dios no pudo ser escudo y contener la bala ciega que atravesó su estómago, uniéndose al juego de subir y bajar definitivamente, mientras un río de sangre dibuja su huella sobre el pavimento, señalando el inmerecido lugar donde los sueños de Alicia tuvieron su final, con apenas siete años en la tierra.

III
Es mediodía. La costumbre de servir el almuerzo a la hora exacta, como constancia de la tradición familiar tejida a través de los siglos, que entre caldos y aromas nos habla de amores y nostalgias, hoy dejaría una huella rotunda en el corazón de los comensales. Cada uno con su porción justa de crema de apio, carnes enjugadas en vino y el infaltable arroz desde donde sienten multiplicar el goce; celebrando la pausa a la miseria de los días. “Ramón, siéntate a comer, por favor”, dice su padre, con el tono de la amorosa imposición que vela por el buen comer de los hijos. Ramón, que lleva rato eludiendo el encuentro con la crema de apio, se da por vencido y toma su lugar en la mesa, frente al ventanal donde se puede visualizar el azul del mundo sobre la ciudad. Todo se transforma en un brindis colectivo, entre risas, gestos, miradas de ternura; el amor partiendo el pan para todos. Dialogan, hacen el balance de la mañana, antes de volver a sus quehaceres. Hasta que una bala atraviesa el pecho de Ramón y el paisaje se congela en un silencio atroz, roto grito de su madre. Ramón, de solo doce años, no pudo evitar la crema de apio en su paladar, ni el encuentro con la azarosa muerte esa mañana, la definitiva, la última; por siempre jamás.
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter
Colaborador articulista de The Wynwood Times
Columna: Apuntes desde el vértigo