
Denis Shiryaev
Te confieso que no le dije nada. La verdad, ardía en deseos críticos, pero sabía que se podría ofender por mi causa, y una a las amigas no le hace eso. Es decir, cuando llegamos a cierta edad mentimos porque comprendemos. Y no, no es falta de autenticidad, no es hipocresía o deshonestidad con el vínculo afectivo. No.

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De acuerdo con el registro del fabricante Allergan Aesthetics, la proporción de mujeres “interesantes” (cuarentonas y cincuentonas) que se inyecta bótox es del 60 % (entre 45 y 54 años), siendo mujeres el 90 % de sus clientes. Lo sorprendente es que en el 2018 Plastic Surgery Statistics Report[1] se indica que las mujeres más jóvenes empiezan los tratamientos a partir de los 13 años con el objetivo de prevenir las arrugas. Puede entenderse muy fácil que la presión cultural por verse joven y la fe puesta en ese fluido son enormes.
En líneas generales, los tratamientos cuestan entre $300 y $1,200, de acuerdo con la cantidad que se necesite y quién lo administre, por supuesto. Una enfermera que administra bótox en un spa puede cobrar en promedio entre $9 a $12 por unidad, o $200 y hasta $300 por área (con 20-30 unidades), mientras que un dermatólogo o cirujano plástico en un consultorio médico cobra en promedio entre $14 y $17 por unidad (entre $600 y $1,200 o más para varias áreas).
Las fanáticas aman recibir la toxina botulímica con rapidez y no requerir tiempo de recuperación, a diferencia de otros procedimientos estéticos para el rostro. Sin embargo, el efecto del fluido para congelar el rostro juvenil es fugaz: solo dura de cuatro a seis meses. Por lo cual si se desea prevenir las arrugas se debe recibir inyecciones dos o tres veces al año. Eso significa estar en un tratamiento de por vida, esa, la que se va restando.
[1]https://www.plasticsurgery.org/documents/News/Statistics/2018/plastic-surgery-statistics-full-report-2018.pdf

Ya hace un año que mi amiga decidió comenzar con el bótox. Un día me llamó para quejarse, resuelta en prolongar a esa belleza latina que se luce en una foto enorme en su salón. Fue a su –ahora médico de cabecera– a hacerse “unos pinchitos”, como le gusta llamarlos, que ha continuado desde entonces.
Le pinchan la cara en una sesión veloz y se toma dos pastillas para el dolor de cabeza que seguro tendrá durante dos días. Se confina en su casa por cinco, y sale el fin de semana con una actitud espléndida tras una rutina de una hora entre tónicos, cremas, bloqueador solar y capas de maquillaje. No importan las libritas de más, el desastre emocional que arrastra, los conflictos personales. No. Verse en las fotos con la cara infladita, reluciente y brillante es lo que importa, así ya no se parezca a la que conocí hace dos décadas.
Este furor por perpetuar la juventud está cambiando el concepto de belleza. Estas modernas monalisas se ríen a lo Carolina Herrera. Las risas a mandíbula batiente quedaron fuera de los actuales selfies. El giro de cabeza, la mirada seductora –a veces perdida–, el uso de los filtros para verse más atractivas dejando de ser un poco ellas, es lo que demandan estas mujeres sin ceño fruncido y sin surco nasogeniano a la vista (¡Dios las libre!).
Todo es inflarse el ego. ¿Y el crecimiento emocional, intelectual y espiritual pa’ cuándo?
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Escritora y cronista.
Columnista en The Wynwood Times:
Vicisitudes de una madre millennial / Manifiesto de una Gen X