
Conocí, permítanme decirlo de esa manera, a Julio Verne durante mi niñez. Papá compró una hermosa edición de sus obras completas que venían empastadas en tapa dura de color rojo y letras doradas y que además del texto completo habían sido ilustradas, supongo que en un intento de hacerlas parecer más atractivas a los lectores más jóvenes. Papá había notado mi interés por la lectura y le pareció adecuado hacerme aquel hermoso regalo que aún conservo a pesar de los años y las mudanzas acumuladas (más los años que las mudanzas, claro). Devoré aquellos libros con devoción desmedida, formaron parte de mis propias aventuras infantiles. De manera que de pronto me veía dando la vuelta al mundo en 80 días, viajando hacia la luna, llevando mensajes al Zar o siendo, yo mismo, un capitán de 15 años. Me parecía (y en aquel entonces no era más que una sensación inconsciente) genial la manera como el autor jugaba con los personajes y con las diversas situaciones que enfrentaban.

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Era mágico imaginarse aquel universo donde casi todo era posible. Se trata del trabajo de uno de los precursores de la Ciencia Ficción. Verne fue uno de los primeros en explorar para la literatura probabilidades científicas inverosímiles en su tiempo, pero que se terminarían materializando en el nuestro (ya Leonardo lo había hecho en el arte y la ingeniería). Nadir podía pensar en el siglo XIX que escapar de la órbita terrestre fuese posible o que una expedición en el Soberbio Orinoco pudiese encontrarse con una sábana entera cubierta de los millares de tortugas gigantes o que fuese posible explorar las profundidades del planeta y llegar a un lugar habitado por animales fantásticos. Se trata de un juego en el cual la ficción se entremezcla con las posibilidades, donde se hace avanzar a la ciencia y donde de alguna forma se refleja, de una manera que a mí se me antoja muy pura, el espíritu humano y su búsqueda permanente por romper a través de la técnica los límites de nuestra existencia.
Pero, sin duda, fueron aquellas 20 mil leguas de viaje submarino las que marcaron de manera más dramática mi temprana adolescencia. Se trata de una novela sin duda apasionante: un interesante profesor de biología llamado Pierre Aronnax es hecho prisionero por el Capital Nemo junto a quien hace un largo recorrido a través de los siete mares. Las profundidades del océano son, sin duda, la última frontera. Se trata de un territorio inexplorado habitado por extrañas criaturas y que guarda con celo sus secretos. Los seres humanos no estamos hechos para soportar las inmensas presiones de las profundidades, ni los peligros que allí se esconden. De hecho, los submarinos funcionales están muy lejos de alcanzar las profundidades del abismo marino y son pocas las expediciones que se atreven a tanto. En el libro de Verne se describe la maravillosa diversidad de los sitios que recorren, se caracteriza la vida marina y sus interacciones. Este viaje solo es posible a bordo del Nautilus, un impresionante submarino que, sin duda, se encontraba adelantado a su tiempo. En varios pasajes el capitán describe las características del aparato, su potencia, su tripulación, su capacidad para funcionar con autonomía a lo largo de la ruta que siguen.

Verne nos habla de posibilidades, de límites que existen para ser traspasados en el afán de descubrir las maravillas que nos rodean, en sus textos explora nuestro deseo interminable de explorar, de encontrar nuevas rutas. Nuestra especie se mueve, a fin de cuentas, en el afán de descubrir algo nuevo, de mejorar nuestras capacidades, de inventar y reinventarnos. Es común que en sus trabajos Verne describa la vida de los aventureros, sus penurias, sus retos. Pero creo que es cuidadoso en establecer que hay límites para aquello que es posible. La vuelta al mundo podría darse en 80 días, pero nunca en 79. Traspasar esos límites puede llevarnos al desastre.
Todo esto viene a cuento por la lamentable implosión del sumergible Titan en las aguas del Océano Atlántico, justo en las inmediaciones del Titanic. Yo tengo un particular interés por la investigación y el descubrimiento, creo que todo intento por avanzar en la comprensión del mundo que nos rodea es encomiable. Sin embargo, entiendo que esto solo es posible bajo los límites de la protección de la vida de las personas. Sobre todo, cuando se trata de turistas, que movidos por el deseo de visitar esa tumba que es el Titanic, se embarcan en una travesía que les cuesta la vida. Algunos piensan que se trata de un problema de la libertad. Se mueven bajo el argumento de que nadie los obligó a participar en la expedición. Me he vuelto, sin duda, intolerable con los años. Me parece que ese argumento no es válido.
Los pasajeros no estaban, a fin de cuenta, suficientemente informados acerca de los riesgos. No me refiero al riesgo de morir, que siempre existe, sino al riesgo de sumergirse en una nave que no cumplía con estándares mínimos de seguridad, que no había incorporado la tecnología adecuada, que estaba construida con un material que, aun siendo de gran dureza en condiciones estáticas, tiende a generar fisuras una vez que es sometido a los cambios de presión asociados a los procesos de inmersión en aguas profundas. Hay una relación directa entre la libertad y la responsabilidad. No se puede validar la idea de que hagamos cosas simplemente porque tenemos la capacidad de hacerlas sin pensar suficientemente en las consecuencias. A fin de cuentas, no debemos abrir puertas que pueden resultar peligrosas para la sobrevivencia de nuestra especie. La innovación y la ciencia deben estar sometidas a estrictas medidas de control que sin limitar su desarrollo permitan garantizar estándares mínimos de salvaguarda. Hablo por ejemplo de los riesgos de la clonación humana, del desarrollo de armas de destrucción masiva, de la invención de nuevas y más poderosas drogas, o simplemente de construir sumergibles con materiales inadecuados. En la ficción nos encontramos con eventos maravillosos que nos invitan a pensar, que hacen volar nuestra imaginación y nos permiten soñar. En la vida real las cosas suelen ser más complejas y los riegos mucho mayores.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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