Todo comenzó con unos cuantos viajes. Todos dentro de su país de origen. 

En la Colonia Tovar, pueblo alemán que descansa a 1800 metros sobre el nivel del mar en la zona montañosa entre Aragua, Caracas y Vargas, en Venezuela, le llegó el sombrero y tres pares de lentes: amarillo, azul y rojo. 

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En una visita al museo de La Colonia Tovar, uno de esos viernes cuando caminaba en la tarde sin apuro por el centro del pueblo, aparecieron en el banquillo donde se sentó a descansar. No estaban al llegar, y a los minutos ahí estaban colgados en el posabrazos a su derecha. 

En esos tres colores aprendió a ver, comunicarse, y escuchar. Continuó así, viviendo a través de tres colores por un poco más de 30 años. 

Sus primeros tres colores, con algunas chispas de blanco, como las estrellas dispersas en un cielo nocturno despejado fue su primera experiencia entre culturas. En esos tres colores se concentraba un abanico de experiencias, regiones, ciudades, pueblos, familias que conoció donde se quedó. 

Los lentes cambiaron de tonalidad un poco cuando aprendió inglés, el idioma y la cultura de los países de habla inglesa le dieron la idea de poner botones o chapas de las banderas de los países en su sombrero.  

Sa acumulaban banderas. Seguían los tres colores. 

Años después, logró salir a otras latitudes sin haberlo considerado seriamente. En uno de los viajes en este nuevo país, llegaron los cuartos lentes. En el pueblo de Gatlinburg, Tennessee, se topó con el saco que ahora lleva. Lo encontró en una tienda donde vendían solo cuadernos con diferentes diseños, todos con tapas de cuero. Alguien vendía un saco usado entre hojas y portadas.  Se lo llevó en una bolsa de papel acompañado de un par de cuadernos de cubiertas color piel y cintas que los rodeaban como suaves cerrojos. 

Al llegar al hotel donde se hospedaba, se lo probó y notó que había algo en el bolsillo interno de la chaqueta. Eran unos lentes verdes. Dicen que el color verde describe la esperanza. 

Regresó al día siguiente a devolver los lentes que quizás el vendedor los había dejado olvidados. No había rastros del vendedor. Nadie sabía quién vendía sacos en una tienda donde vendían cuadernos vintage para escritores. 

Simplemente, se quedó con los lentes verdes. Le recordaban que se había ido para tener esperanza. Para dar esperanza a otros. Precisamente, quería hacer lo posible por ver su experiencia lejos de su país de color verde. 

A partir de los lentes de la esperanza, comenzaron a aparecer lentes dentro de su chaqueta. Lentes de todos los colores: naranja, tornasoles, grises, negros, morados. Aparecían en cada viaje, en momentos donde conocía más personas de diferentes países, o regiones de Estados Unidos. Washington D.C., Georgia, Florida, Carolina del Norte fueron espacios para encontrarse con China, Jamaica, Colombia, Filipinas, Hungría, Honduras. 

Su mente se comenzó a llenar como una maleta infinita de historias. Una catarata del Niágara que le recordaba el Salto Ángel aunque más bajita, una carretera a la playa de North Myrtle Beach que le recordaba la carretera Rafael Caldera camino a Barquisimeto. El contenido de esta maleta se volvía recuerdos que se filtraban, destilaban y evolucionaban según el cristal que usaba para mirar. 

Cada cristal lo hacía entender a los demás y entenderse a sí mismo. Ver las cosas desde el punto de vista de los demás, y reconocer que su forma de ver el mundo no era la única forma de verlo. 

Esto lo ayudó a seguir viviendo con esperanza en otro país.

Más botones llegaron a su sombrero, como se llena de etiquetas la maleta de los viajeros como recuerdo de cada país que visitan.  

El señor de los lentes del mundo ahora tiene historias para contar, tiempo para escuchar, y  algunas preguntas que hacerte para continuar aprendiendo a través de cristales y colores diversos.  

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