
Después de un zarpazo en el aire, como si quisiera sacudirse de las moscas; un
movimiento brusco de cabeza y el alboroto frenético de una melena ahora infestada
de canas, Gustavo Dudamel dio fin a la participación de la Orquesta Sinfónica
Simón Bolívar de Venezuela en el Festival Internacional de Edimburgo. Aplausos.
Río de zapatazos. Los chamos de “El sistema”, tras más de una década de
ausencia, lograron que todo un público de caras pálidas se alzara de sus asientos
para aclamar al Mahler de tinte caribeño. Pero no fue sino la presentación sorpresa
del “mambo”, clásico por antonomasia de la orquesta, lo que alborotó el paladar de
los aficionados; una sampablera de instrumentos que sin dudas marcó la aparición
triunfal del país en la palestra internacional de las artes (al menos en el Reino
Unido), desatándose con ello, por supuesto, un ajuar de conclusiones.

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—Marvellous performance! – me dijo un señor en el ascensor mientras salía del teatro, al haberse percatado de mi acento inglés tapa amarilla.
—Very nice indeed.
— No he visto más a Venezuela en las noticias… como que las cosas se arreglaron por allá, ¿no?
“La cosa no tiene pérdida, de pana”, me escribe un amigo por WhatsApp. “Puedes pagar por Zelle, PayPal, Pago Móvil si tienes todavía cuenta acá; Binance en algunos casos; dólares de bajita denominación porque muchos se reúsan a darte vuelto o, dependiendo del cambio, en bolívares. Ya le agarrarás la caída.“
Después del derrumbe de la asamblea opositora, el rosario de desilusiones auspiciadas por Guaidó y su tren de farsantes, la pandemia, la resurrección del Hotel Humboldt, el nacimiento de los “Yummy Rides” y la reconstrucción de los paseos de La Guaira, estoy por regresar a Venezuela. Un hueco de aproximadamente cinco años, donde he tenido que seguir a pesquisas el panorama de una nación cuyas fórmulas de expresión son cada vez más ininteligibles para quienes hemos establecido residencia en otros terruños.
Y es que, en efecto, ya de Venezuela se oye poco. Bien sea por el sinsabor político que nos aflige desde la inauguración del presente siglo, por beneplácito de los medios nacionales o porque simplemente el mundo (y la gente) tiene problemas de mayor urgencia. Parece haber una especie de miopía colectiva que no solo sabotea cualquier abordaje sociohistórico decente, sino también cualquier intento de análisis práctico; una mirada que permita entender los distintos contextos nacionales para fines de mera supervivencia. El hecho de tener que planificar un viaje a Maiquetía basándose en el bachaqueo informativo a través de redes sociales es prueba de la transformación que está viviendo el país en cuanto a la percepción que se tiene del mismo. Incluso, me atrevería a decir que, a diferencia de épocas anteriores, cuando la debacle era un factor inminente, por primera vez nos enfrentamos a una situación que no puede ser interpretada a destajo, mucho menos desde el lente de lo fatalista.
—¿Y para ir a la playa? Pregunto.
—Facilito. Te consigues cualquier paquete full day que te lleve y te traiga. Hay muchos que te incluyen hasta comida con el tipo de brazalete que escoges. Incluso te descargas una app en el teléfono y cancelas tus paquetes por ahí. Arrechísimo.
—O sea, que la cosa como que sí se arregló entonces. Cuando yo vivía allá en el 2015, ni por el carajo existían todas esas vainas que me cuentas.
Un mensaje en visto. Una conversación acabada a lo abrupto. De mi contacto de WhatsApp no volví a saber sino al día siguiente, cuando intentó retomar el hilo de lo anteriormente relatado.
—Marico, mala mía que ayer te dejé guindando. Me avisaron que había gasolina y tuve que ir corriendo a hacer la cola.
Supe que Dudamel vendría a Edimburgo porque su cara aparecía en una de las vallas publicitarias del festival internacional. Apenas logré conseguir entradas para la función el 26 de agosto; bien atrás donde el diablo dejó los calzones, en las sillas pegadas al techo del emblemático teatro escocés Usher Hall. La sinfonía no. 1 de Mahler sería tocada por un puñado de maracos caribeños y el público extranjero no tenía intenciones de perdérselo. Maracos caribeños que, hasta pocas horas antes montarse en las tablas, vi paseándose por las tiendas del centro de la ciudad (Edimburgo es más o menos del tamaño de la Plaza Altamira) con sus suéteres de capucha, cara de estampa patriótica y credenciales amarillas; comprándose aquello por lo que en Caracas “te sacarían los ojos”, escuché decir a varios.
El concierto abrió con palpables expectativas. Gustavo, en su machucado pero inteligible léxico anglosajón, dio una pequeña introducción sobre lo que a continuación se apreciaría. Hizo referencia a la peculiaridad de los ritmos, enfocándose sobre todo en su as bajo la manga, Jorge Glem, el cuatrista amantillado que vislumbraría a los espectadores con el charrasqueo de “cambur pintón” y participación protagónica en la obra “Guasamacabra”, compuesta por el recién fallecido Paul Desenne (chelista de la propia orquesta). Una obra que hace alusión, irónicamente, a los niños y jóvenes que sufren en la Venezuela de estandarte socialista.
Antes de conducir Mahler, Dudamel presentó “Odisea”, un concierto para cuatro y orquesta de Gonzalo Grau. Aunque insisto. La cereza del pastel fue, sin dudas, el “West Side Story” o “mambo”, una rochela de exquisitos matices y desbordada nostalgia. Una pieza cuya impronta está llena de localismos; picardía con toque de elegancia e innegable proeza técnica.
A mi casa me fui pensando no solamente en tan increíble noche, sino también en mi futuro viaje a Maiquetía, en mi intercambio con el señor escocés del ascensor y el amigo mío del WhatsApp.
Me fui pensando en los fullday playeros y las apps de teléfono, en el abanico de nuevas oportunidades que ofrece Venezuela para quienes se atreven a aventurarla. En sus espectaculares músicos.
Pero también en las colas para la gasolina. En las elecciones que se avecinan. En los niños y jóvenes sufridos de Paul Desenne…
En el país que ahora lo es todo y a la vez no lo es nada.
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Historiador, escritor y colaborador de The Wynwood Times