
Don Juan de Argimón y Ayala, en su famoso Compendio de gramática de nuestra lengua y temas de arte literario, comprendió hace siglos, como una profecía escrita para nosotros, el siguiente temblor: “Ha de decirse, sin el temor natural a cometer una falta de consciencia ante el Señor y ante Su Majestad, que en el futuro vemos una fundición de las palabras… un encadenamiento vacío de las relaciones publicadas adentro y fuera de la Corte… que llegará el día en que una palabra en el continente tenga el mismo significado que otra de intención distinta en la península… uniéndonos a todos mas haciendo de separador con el mismo y real objeto del lenguaje, ser una tierra particular, un mar terminado en su propio círculo” (p.155).

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Nuestra casa se hunde en el barro unificador, espesura primordial que todo lo traga y desaparece. Los cimientos del lenguaje han sido socavados, libro tras libro, por la industrialización de la literatura. Escribo ya de vuelta en este nuestro siglo, donde la información circula libre en la red y podemos obtener un panorama inmediato de noticias, eventos y constituciones literarias. Sigo obsesionado con el pensamiento de Argimón y Ayala, que ilumina, rompe, clarifica, preocupa y acciona. Ya desde el siglo XVII era posible vislumbrar que en nuestra época el lenguaje terminaría por ser para todos el mismo número de palabras, formas y establecimientos, dictados por un molde hecho a la medida de un ser más poderoso que los escritores y que el lenguaje mismo, el dinero, y que ha tomado la potestad para decir qué entra, qué sale, qué palabras se pueden decir, qué estructuras se pueden usar y cuáles están prohibidas de todo lugar porque así está decidido desde las salas de mercadeo de la literatura. Esto sería naturalmente sorprendente si Argimón y Ayala no hubiera publicado su profecía en el año de 1653.
No puedo contener la tentación. El juicio que las lecturas le hacen a la vida es magnífico y necesario. Debo contarles esta anécdota, sucedida hace algunas semanas. No podré revelarles a quién le sucedió, porque rompería un pacto de confidencialidad pura y una promesa radical a un amigo, pero creo que relatar los pormenores sin caer en señalamientos personales no le hará daño a nadie. La persona en cuestión, Juan, digamos (para seguir el camino profético de Argimón y Ayala), me contactó por correo electrónico porque necesitaba hablar conmigo en calidad de urgencia, en persona, a pesar de cualquier enfermedad del aire o posibilidad de contagio. Respondí el mensaje inmediatamente preguntándole a qué se debía la premura. Me respondió que necesitaba decidir si sería escritor o ingeniero. Sus palabras sonaban jóvenes. Esta persona buscaba atravesarse en la daga de una experiencia. Su respuesta no tenía otros datos ni palabras, así que desistí todo interés. Pensé que cualquier persona cuerda escogería la segunda opción. Después de todo, la ingeniería trae estabilidad económica y progreso. La literatura, en el escritor, es un arte del espíritu, y si lo hace bien lo consumirá en la obsesión, produciendo inestabilidad económica, al hacer esa ardua labor de colocar, buscando un significado trascendente que podría nunca llegar, una palabra detrás de la otra, sin parar.
Diez minutos después me llegó otro correo. Contenía una dirección, un día y una hora. “Piedras 630, Ciudad Vieja, Montevideo. 19 de junio. 14:30 h”. Solo eso. Juzgué que la visita era importante. Juan me recibió con el rostro agujereado por la angustia. Sin saludar, no tardó en entregarme un compendio de hojas manuscritas: “Esto he escrito. Necesito que me digas si debo continuar o detenerme. No sé lo que estoy haciendo”. La lectura fue tortuosa, insoportable. El cuento mostraba los rasgos de una historia lejanamente interesante: una mujer emprendía un viaje a Argentina con la misión de hallar a su padre fallecido, perseguida por una secta de elitistas sedientos de sangre.
El problema era la ejecución. Lo copio textual porque no he podido olvidarlo: “Florencia era una mujer buena. Florencia tenía rasgos físicos suaves. Ella tenía las manos pequeñas. Florencia tenía las manos suaves. Florencia desayunaba a las siete de la mañana. Ella desayunaba pan y café”. La primera lectura me demostró que Juan tenía una historia bien encadenada en su mente pero que la forma se robaba toda posibilidad de redención. Vi, debajo de las letras escritas a lápiz, los borrones ilegibles de otro texto. Le pregunté qué había escrito antes. Me contó que un conocido, director de una editorial y quien lo había incitado a escribir, había leído el texto original y lo juzgó impublicable. Se lo corrigió traumáticamente estableciendo un parámetro de sujeto, verbo y predicado para todas las oraciones. Donde Juan había escrito: “Florencia se despertó aterrada de la posibilidad de convertirse una buena persona”, el editor colocó: “Florencia era una mujer buena”. En ese momento le dijo que los clientes (así llamó a los lectores) odian los laberintos morales: “Los buenos siempre serán buenos y los malos, malos. Así es el mundo. Nada vende como esa pelea entre el bien y el mal”. Y así destruyó el texto hasta que quedó el compendio de frases sueltas, superpuestas al texto borrado. Juan lo tomó como suyo, como si su imaginación verbal hubiera destilado esa vergüenza. Luego le dijo:
“Si no lo escribís como te digo no se venderá. Las oraciones cortas venden libros. Las oraciones largas, no. Si querés ser escritor debés escribir lo que el mercado necesita, no esas boludeces que sentís. Escribí narrativa de terror literario. Está de moda. Inserta cementerios y sangre, mucha sangre. Sectas. Demonios. A los clientes les gusta la violencia ajena porque sienten que ellos mismos cometen esos actos de sangre. Y esa sensación, vende. Usa siempre oraciones que solo contengan sujetos, verbos y predicados, como te lo he corregido. Nada más. Así escribirás como los bestsellers. Y juntos nos haremos millonarios. Y puntos, no se te olviden. Usá muchos puntos. Sabelo. Sé de lo que hablo”.
El salón quedó en un silencio físico, palpable. El río, más allá de los apartamentos y las plazas de la ciudad, resonaba sin contenerse, furioso. No pude decir nada y miré por la ventana. No sé si fue el mundo o Juan o yo quien comenzó a llover.
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Escritor y poeta venezolano.
Columnista en The Wynwood Times:
Literatura viva